Aburrimiento y violencia

Erraría, pecaría de imprecisión, si escribiese aquí el militar hablaba. Porque no era exactamente eso lo que hacía el habla tiene una cualidad irrenunciable que es la sonoridad, el eco de lo espontáneo. El uniformado repetía. Reproducía de memoria cuatro o cinco estereotipos sobre la condición revolucionaria de la fuerza armada. Como si alguien hubiese introducido unas fórmulas en desuso en un autómata, que este repetirá y repetirá, hasta que se le agote la batería. Una voz de superficie incierta en la pantalla del televisor. Una voz sin densidad. Voz trámite. Voz huera. Voz inmaterial. Así como la voz reprodujo cuatro o cinco estereotipos sobre la condición revolucionaria de la fuerza armada, sus frases han podido ser sobre la importancia de la educación física para la correcta formación de los bachilleres o sobre el beneficio de comer ensaladas a toda hora. Cosa hecha. Nuestro militar autómata no estaba sentado. O, mejor dicho, no estaba sentado como quien permanece atento a los asuntos del mundo. Estaba repanchigado. En cierta disposición del cuerpo que sugería un aire de abandono. Diré: como si la diligencia que le fue encomendada, la de sentarse en un estudio de televisión y procla mar el carácter revolucionario de la fuerza armada le produjese aburrimiento, una hartura que le invadía hasta el último poro y que hasta ponía en duda las funciones de huesos y músculos. No creo que a ese uniforma do autómata y harto pueda atribuírsele ninguna representación. Pero quizás él sea un síntoma de un enorme despropósito: el del cuenco históricamente desprovisto de contenidos, al que de súbito rellenan de un batiburrillo de frases hechas, de palabrerío sin fundamento, porque esa modesta quincalla, a fin de...

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