El regreso de Casanova

Era el reino de la doble KK, Kaiserlichund Königlich imperial y real, fórmula con que los funcionarios del Imperio ornaron sus comunicaciones y normas de entendimiento. Desde el Congreso de Viena hasta 1914, los austriacos descifraron su hora más fina. Y no se dedicaron como sus altaneros pares europeos a conquistar colonias en ultramar y a pensar que tenían una misión que fuese más allá del Viejo Continente. Por lo contrario, construyeron un mosaico de diversidad, una especie de Roma centroeuropea y allí convivieron pese al hieratismo de su sociedad de castas, austriacos, húngaros, checos, eslovenos, eslovacos hasta los sucesos de Sarajevo y el desbordamiento del humor militar del Káiser Guillermo II. Todo parecía salvado para nunca acabar. En esa sociedad de correcciones y modales, los jóvenes se dejaban crecer la barba y adoptaban una pose de gravedad para parecer mayores porque el Imperio honraba la experiencia y nada era más preciado que la madurez. En esa vasta geografía donde circulaban el Elba y el Danubio, se produjo un fenómeno de inmensa estabilidad, un mundo que parecía mantenerse apartado del riesgo del cambio. Todo parecía diseñado con criterio de eternidad y lo establecido prometía que la alteración no visitaría sus linderos. Stefan Zweig lo escribió con nostalgia y dolor viendo cómo ese mundo que parecía inmutable se agrietaba para siempre y desdecía lo que alguna vez creyó que fue la edad de oro de la seguridad. Junto a la repostería del café y una tradición culinaria de altura, surgieron grandes artistas como Klimt, Egon Schiele; músicos como los Strauss, Franz Schubert, Hugo Wolf, Gustav Mahler; escritores como von Hoffmanstahl, Rilke, Zweig, Schnitzler; pensadores como Karl Popper; filósofos del lenguaje como Ludwig Wittgenstein y juristas como Hans Kelsen. En el Imperio vivió también Theodor Herzl quien ante la discriminación del pueblo judío se figuró reunirlo en Palestina. En la elegante Viena de leontina, sombrero y bastón, las barbas más cuidadas del planeta incorporaron la psique como discusión y el doctor Sigmund Freud contrabandeó el sexo en todas sus neuronas. Los austriacos habían visto caer bajo la guillotina al Rey y a la Reina de Francia, la austriaca como despectivamente la nombraba el pueblo de París y bajo la tutela de su sagaz diplomático Klemens von Metternich se juraron que diseñarían una Europa a prueba de Napoleones y un imperio que sobreviviese a la conjura de la revuelta. La primera daga hundida...

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