El viejo club inmortal de la serpiente

Este mes de febrero se cumple medio siglo de la aparición de Rayuela, publicada en Bue nos Aires por la Editorial Sudamericana. Julio Cortázar, que ya el año que viene alcanza el siglo, tenía entonces 50 años de edad, con lo que podemos decir que la novela más experimental, novedosa y provocadora que se escribió en los tiempos del boom fue la obra de un viejo que nunca dejó de crecer, siempre de atrás hacia delante, botando años por el camino hasta quedarse en una figura de adolescente que se va haciendo niño, como aquel personaje de William Faulkner en Desciende, Moisés. Para los nostálgicos del Club de la Serpiente, que aprendimos en las páginas de Rayuela a despreciar el orden establecido y a ver el mal gusto delictivo que había en apretar el tubo de pasta dentífrica desde abajo, no deja de ser una ofensa el silencio casi completo que se cierne sobre este aniversario. He contado en Internet las referencias que hay sobre artículos de prensa para recordar el fasto, y no pasan de cinco o seis. ¿Será que envejeció Rayuela junto con todos nosotros? Supongo que no, y me consuelo diciendo que a lo mejor se trata más bien de otro clásico olvidado. Extraño los congresos de es critores y especialistas para celebrar el cumpleaños, las ediciones críticas especiales, los suplementos literarios dedicados a examinar la obra, a medir su vigencia, a explorar sus consecuencias en la literatura contemporánea, a indagar entre los escritores jóvenes qué piensan de su atrevido sentido de ruptura, la escritura como una aventura siempre al borde del abismo, es alternancia perturbadora entre lo cómico, la inefable Berthe Trépat, y lo trágico, la muerte del niño Rocamadour en el sórdido amanecer de París mientras sesiona en el Club de la Serpiente, que es una de las escenas sentimentales mejor escritas de nuestra literatura. Lo experimental, lo que pa rece desmedido porque rompe las reglas o se burla de ellas, se vuelve corriente un día porque ya es clásico, y viene a convertirse en un modelo que se cuela de manera imperceptible en la escritura del futuro. Y entonces, apagado el ruido de la novedad de los capítulos intercambiables, o suprimibles, el léala como quiera y pueda, lo que queda es la majestad de la prosa, la belleza, en fin, que es la que de verdad hace sobrevivir un libro a través de las edades. ¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y...

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